Albañil descubre que su papá es millonario y lo demanda por varios millones de dólares
A Marcelo el reconocimiento legal le llegó; el de su padre aún no. Ahora queda el reclamo por daños y perjuicios: lo que pudo haber sido su vida y lo que no fue, por el rechazo del empresario.
En 2007, la madre de Marcelo, a sus 63 años, es diagnosticada de un cáncer fulminante. Entonces decide hablar con su hijo sobre algo que ella llevaba adentro desde hacía décadas y no podía soltar. Algo que tenía atragantado. “Me llamó a su habitación porque quería decirme algo. Quería que le hiciera juicio a Lapania. ‘No puede ser que este hombre no te reconozca –me dijo–. Para que tengas su apellido y una oportunidad en tu vida’. A los días, mi madre falleció. Esa charla quedó en mi cabeza. Doce años después me junté con mis abogados y decidí comenzar el juicio por identidad biológica”. Ese calvario por ser reconocido tuvo un primer paso hace una semana, cuando la Justicia reconoció que Marcelo Omar Urbano es en realidad Urbano Lapania, hijo del magnate cordobés Eduardo Lapania. Mañana recibirá, por fin, el documento que lo certifica.
Marcelo, 59 años, oriundo de Villa Soto, departamento de Cruz del Eje, en Córdoba, es albañil. Desde muy chico debió salir a realizar changas para sobrevivir, mientras su padre se hacía camino en los negocios convirtiéndose en exportador de vinos. Marcelo tiene 6 hijos y 9 nietos. Su esposa, Maria Berta Carrera, compañera inseparable, es testigo del largo camino que viene recorriendo para que Lapania lo reconozca como su hijo.
Marcelo fue el fruto de la relación que su madre, Marta Nieves Urbano tuvo con Eduardo Lapania, en la casa donde trabajaba como personal de limpieza de la familia cuando ella tenía 19 años. En el momento en que Marcelo cumplió los 12 años, Marta Nieves Urbano decidió contarle la verdad sobre su identidad. A los 21, Marcelo decidió rastrear a su padre biológico. Hasta ese momento todo se encaminaba hacia un final feliz. Eduardo no tenía problemas en reunirse con él. El gran día llegó y la cita tuvo lugar en un bar del barrio Recoleta de la Ciudad de Buenos Aires, ese que el empresario estaba acostumbrado a frecuentar y que para Marcelo era un mundo ajeno. Cara a cara, padre e hijo. Pero el encuentro fue breve y con gusto a desilusión. Eduardo fue determinante ante la postura de Marcelo, que solo pedía su reconocimiento. “’Vos no querés encontrar a ningún padre, lo único que buscás es sacarme plata’, me dijo. Ahí mismo me levanté y me fui, no lo podía creer”, recuerda Marcelo.
Marcelo intentó un segundo acercamiento. Su padre prefirió que sea a través de una carta. Se la debió escribir su tía. “Yo no terminé la escuela, la dejé en tercer grado. No sé leer ni escribir. Por eso le pedí a ella que la escriba por mí. Mi mujer luego se la entregó en mano a Eduardo. La respuesta de esa carta todavía la sigo esperando. Sigo sin existir para él, soy un extraño, y así me hizo sentir todos estos años. Si llego a cruzarlo, hay muy poco por hacer. Qué le puedo decir a una persona que no me quiso como bebé… menos me va a querer ahora que soy un viejo”.
Necesidades y tristezas
“Tengo dos ADN realizados. El primero dio 99.99.7 y el segundo 99.90.6.5. Mañana me van a llegar los papeles de Buenos Aires con el cambio del documento. Yo gané el juicio de identidad y mi apellido. Este hombre, a pesar de que ya gané el apellido y que es mi padre, sigue negándome. No hay forma de decirle padre a una persona que te negó cuando naciste. Me negó en el primer ADN positivo. Se negó a la audiencia conciliatoria. No levantó nunca el teléfono”, relata Marcelo. El siguiente paso es el reclamo judicial para un resarcimiento económico millonario (se habla de 20 a más de 100 millones) por daños y perjuicios que sufrió a través del tiempo ante la falta de oportunidades que sufrió en la vida, al no ser reconocido por su padre: equiparar en algún punto el estándar de vida que tuvieron los otros hijos del empresario respecto a Marcelo. Lo que es, lo que fue, y lo que pudo haber sido.
Su primer trabajo fue de catitero: «en el campo cuando se siembra garbanzo, se necesita de una persona que corra las palomas y las loras. Ahí estaba yo, arriba de un caballo, todo el día espantando a estos pájaros –recuerda–. De chico andaba desnudo, descalzo, sin agua corriente ni baño. Los primeros meses de vida fuí criado por mi abuela porque mi madre no podía tenerme ni cuidarme. Así y todo siento que pasé una linda infancia. La necesidad no hace a la tristeza”. A su lado, Maria lo apunta en cada intervención. Se quiebra su voz al hablar de su marido: “es mi primer amor, hace 35 años que estamos juntos. Días atrás estuvo mal, porque él no quiso hacer daño. El daño se lo hizo su padre al hacerlo crecer con tantas carencias y necesidades. Él iba a la escuela en un burro. Hizo hasta tercer grado, pero tiene una inteligencia innata. Es la inteligencia que le dio la vida. Es mi eterno compañero. Mi esposo no merece vivir esta tristeza”.«
Quién es Eduardo Lapania
Eduardo Lapania tiene 85 años. Es presidente de la bodega Don Cristóbal, una empresa familiar de capitales argentino-belgas, ubicada en Luján de Cuyo, sobre la ruta 40, en la provincia de Mendoza.
Actualmente, la compañía vende un millón de botellas por año y cuenta con cuatro viñedos propios. Lapania también es cónsul honorario de Bélgica en Mendoza.
El empresario millonario es doctor en Ciencias Geológicas de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica), fue investigador científico, trabajó en la función pública y fue presidente de una empresa internacional vinculada al desarrollo de yacimientos de petróleo y gas. Vive en la Ciudad de Buenos Aires.
Fuente: Télam