Mario Riorda: "Cuidado con gritar tanto el fraude que te pueden escuchar"
Desde que el autor estudiaba Ciencia Política pasaron varias décadas y como detalla, “la democracia anhelada ya no es el anhelo de todos”. Aparece otro modo que termina desacreditando la democracia: el fraude o la política del miedo de homogeneizar la sociedad.
Por Mario Riorda Académico, politólogo, consultor y asesor comunicacional político
La democracia anhelada ya no es el anhelo de todos. Aparece otro modo que termina desacreditando la democracia: el fraude o la política del miedo de homogeneizar la sociedad. De hecho, con sus particularidades, había un consenso de que el tránsito a la democracia era en sí mismo una abreviación de lo que significaba la propia democracia liberal. Un sistema político marcado no solo por elecciones libres y justas, sino también por el Estado de derecho, la separación de poderes y la protección de las libertades básicas de expresión, reunión, religión y propiedad.
Pero pasaron varias décadas y la cosa cambió. Esa democracia anhelada ya no necesariamente es el anhelo de todos o bien el anhelo asume condiciones egoístas, utilitarias, antes que de bien público. Las democracias liberales, en sus diferentes modos de presentación, fueron y son una realidad. Fareed Zakaria había acuñado el término hace ya varios años para referirse a la tendencia de un gobierno democrático a creer que tiene soberanía absoluta afirmando representar al pueblo y acomodando o cooptando la institucionalidad. Produciendo una centralización descontrolada y arbitraria en la toma de decisiones. Acompañada además de un hiper nacionalismo en su retórica y cumpliendo muchos procesos democráticos en cuanto a elecciones que los hace razonablemente democráticos y del cual pudiera defenderse incluso su legitimidad; aunque esa democracia iliberal se termine fundando en la desacreditación constante de la democracia liberal, trayendo consigo la erosión de la libertad en no pocos episodios, abuso de poder y divisiones sociales amparadas en profundas radicalizaciones.
Pero aquí viene la novedad de estos tiempos: ha aparecido otro modo iliberal -relativamente novedoso en sus formas- de desacreditar la democracia: el anuncio del fraude, sea en voces oficialistas u opositoras. Su dinámica es simple: cuando se sabe que se va a ganar, los liderazgos se presentan absolutamente democráticos. Cuando se sabe que se puede perder, gritan fraude. Repito: sean oficialistas u opositores. Y en ese grito tambalea la propia estabilidad de la democracia y su legitimidad. Veamos algunos tips para fabricar ese fraude.
Estridencia con poca evidencia
Mauricio Macri, todavía presidente de Argentina en 2019, hablaba de fraude mientras la responsabilidad de la organización de la campaña era de él. Hace días acaba de avisar que hay hipótesis de fraude en la próxima elección intermedia. Sin datos, sin evidencia, sólo porque a él le parece que el modelo de Venezuela es un fantasma regional que fácilmente puede cobrar vida en la región. Ese clivaje, esa postura dicotómica siempre asusta porque Venezuela asusta (y con razón). Y, por si fuera poco, Nicaragua se suma a este concierto. No a pocos les resulta verosímil este planteo, por más burdo que pudiera parecer.
En junio de 2020, el propio Donald Trump, en ocasión del lanzamiento de su candidatura a la reelección, usó un tono desafiante relatando que él y su familia han sido perseguidos y aseguró que esa persecución no era contra él sino contra sus seguidores. “Soportamos la mayor cacería de brujas en la historia de la política”, señaló, argumentando que todo fue todo un intento ilegal de anular los resultados de la elección. Luego, ya se sabe, todavía continúa con la tesis de la elección fraudulenta. Nótese que esa primera manifestación carece de evidencia, y funciona más bien como un pensamiento que se hace público. Es un esbozo de conspiración futura que el líder sabe que se está gestando y la cuenta para evaluar ver su eco.
La puja en la opinión publicada
Hay otro clásico: las falsas encuestas y las fake news. En este ítem hay ayudas. Algunas son procedentes de medios de otros países o directamente de medios nacionales que juegan a instalar sensaciones y aumentar el ruido informativo. Sumado a ello, acciones de escala industrial para generar rumores digitales que ayuden a desdibujar la imagen de un candidato frente a sus electores y acompañada de prácticas cuestionables. En ese contexto, la verificación de hechos y del discurso político se ha hecho más prominente en los últimos años, pero no alcanza y su efectividad es sumamente discreta. "Las ideologías de AMLO son dictaduras que no sirven", decía un texto que acompañó a una imagen del papa Francisco en un video con más de 2,5 millones de reproducciones. Este fue parte de una serie de videos atribuidos maliciosamente al líder de la Iglesia católica, la religión mayoritaria en México.
Esto trastoca la representación política porque produce una pérdida de chances y alteración de la competitividad, básicamente daña las reputaciones públicas y propende a corrupción (por el financiamiento de prácticas masivas de desvirtuación). En el fondo hay autoritarismo porque se intenta silenciar/tapar el disenso. Y desde una concepción fascista ya que lo hace desde un núcleo argumental mítico e irreal. La política incorpora la ficción. En eventos políticos, se estima un promedio de existencia de 20% de bots sobre un contenido que -por suerte- no desborda por fuera del núcleo de adherentes previos, pero sí radicaliza a los propios. Sí radicaliza y los vuelve un bloque homogéneo en sus argumentos.
Un fraude necesita escala, no hechos aislados
Ya consumado el acto electoral, instalar en el imaginario de la gente la idea del fraude electoral no falla. No se revierten resultados, pero sí se desluce la victoria de quien gana y más aún su legitimidad y posterior gobernabilidad. Estrechas diferencias dentro de los procesos electorales será causal suficiente para instalar que el resultado ha sido adulterado. Además, siempre habrá alguna irregularidad en cualquier proceso electoral. O varias, aunque no afecten jamás el resultado. Entonces una evidencia minúscula será la prueba expandida de un fraude planetario. ¡Señoras y señoras, el fraude se ha consumado!
En 2017, el candidato opositor a la Presidencia de Ecuador, Guillermo Lasso, sostuvo: “Como demócrata me hubiese gustado reconocer los resultados, pero como demócrata no puedo ser cómplice del fraude”. Nada pasó salvo lo incuestionable de su derrota en ese entonces. Hoy es el actual presidente de Ecuador.
“Estamos analizando los resultados y hay demasiados datos que son incorrectos y muchos son votos a Macri directamente suprimidos en el telegrama”, decía Elisa Carrió, socia de la coalición Juntos por el Cambio que postulaba a Mauricio Macri a la reelección. Nada pasó. Aire puro.
A pesar de una densa trama de observadores internacionales que aseveraron normalidad en las recientes elecciones de segunda vuelta en Perú, Keiko Fujimori proclamó fraude e incitaba en un tuit: “Ya sabemos lo que hicieron para voltear la elección. Hoy necesitamos saber cómo lo hicieron. Si tienes algún testimonio o prueba de cómo Perú Libre hizo trampa en mesa, denúncialo en tus redes, llévala a un medio o envíala para que nosotros la hagamos pública”. Y con ese llamado a la acción inauguraba una campaña llamada #DenunciaLaTrampa. Nótese que no se instaba en ir a la justicia, la consigna es hacer ruido. Y los pasos fueron así: primera la denuncia pública, luego la evidencia si es que esta existe.
Y ni hablar del desconocimiento de los resultados por Donald Trump en EE.UU, que empezó a tener consecuencia como lo sucedido en Michigan en estos días, donde la Comisión de Supervisión del Senado estatal liderado por los republicanos expresó en un informe: “Nuestro hallazgo claro es que los ciudadanos deben confiar en que los resultados representan los verdaderos resultados de las votaciones emitidas por el pueblo de Michigan… La Comisión recomienda encarecidamente a los ciudadanos que usen ojos y oídos críticos hacia aquellos que han impulsado teorías demostrablemente falsas para su propio beneficio personal”. O lo sucedido a Rudy Giuliani, a quien le suspendieron la licencia para ejercer la abogacía en Nueva York tras defender penosamente la teoría conspirativa de Trump. Incluso hasta la sociedad entre fabuladores produce estigmas en sus figuras, como la inesperada afirmación de Jair Bolsonaro sobre las elecciones en EE.UU: “Tengo mis fuentes, hubo fraude”. Hace reír, pero es serio.
En definitiva, estas denuncias son otra manifestación de hechos escandalosos que dañan a la democracia y la tornan preventivamente iliberal ante la hipótesis de una derrota. Así como se promueven excesos xenófobos, negacionistas, también se dan estos excesos antidemocráticos. En muchos liderazgos se puede reconocer discursos que tratan de apelar a alguna noción del sentido común, lo verosímil y al anti-intelectualismo. Todos estos liderazgos instrumentalizan algún tipo de política estigmatizante donde los señalados pasan a ser un chivo expiatorio para ensalzar la identidad de quien lo expresa. Incluso el que votó una opción democrática diferente. Además, descalifican la esencia de la democracia, vale decir, la idea de la convivencia pacífica entre mayorías y minorías. De hecho, al negar chances de victoria al otro, adjetivan a los opositores como peligrosos (una amenaza “para nosotros”, para “nuestra” nación).
Todo lo que se expresa se aproxima a una política del miedo o bien a una política del asco que repugna. Pasar desapercibido nunca, jamás… Simplifican a la sociedad, como afirma Anton Pelinka. La diseñan -imaginariamente- homogénea y, por lo tanto, lo heterogéneo pasa a ser una amenaza.
Lo complejo es ajeno a su razonamiento excluyente. Entonces cualquiera puede ser, potencialmente, peligroso o perpetrador de algo. Ese discurso “popularizante”, del aquí y ahora, además, tiene una característica: carece de pretensión de verdad y, por ende, también de democraticidad. No sólo son malos perdedores, son en esencia, malos demócratas o mejor aún, no demócratas.